Saturday, October 10, 2015

MUSEO DEL TESORO, una joyita



Acaba de hacerse realidad un sueño labrado a lo largo de 25 años. “El Museo del Tesoro” ya sorprende al público local, nacional e internacional con una oferta museística creativa y de excelente calidad, transportando al visitante a un fascinante viaje por el conocimiento de la historia de la minería de la plata y del oro. El paseo incluye la belleza de diferentes gemas y no descuida el misterio de la nuestra, La Bolivianita, que es única en el mundo.

Los soñadores
Los gestores de este singular museo enteramente privado son Miguel Morales y Gabriela Torricos, ambos chuquisaqueños, economistas y propietarios de la que fue la Joyería París.
Ella, hija del inmortal Fidel Torricos, artista y apasionada joyera, se emociona al recordar todo lo que su oficio le ha permitido conocer. Los ojos se le llenan de lágrimas cuando habla, por ejemplo, de las propiedades del oro, o cuando relata lo que vio al interior de la mina Anahí, la cueva que 50 metros bajo tierra en el Pantanal boliviano, que tiene incrustados los cristales gigantes de La Bolivianita.

La pasión por la joyería impulsó a esta pareja a conocer todos los rincones de Bolivia en los que puede haber una mina. Desde la legendaria Huanchaca, en Potosí, hasta la mina de cobre en Sud Cinti, o la exótica sodalita azul, que se explota a cielo abierto en el límite de Cochabamba y La Paz, de donde se exportan minerales a Inglaterra y Abu Dabi como una gran rareza.

Secretos
Las piezas de colección que los esposos Morales-Torricos fueron adquiriendo y los lugares que visitaron se constituyeron en la base física e informativa del museo. Primero se tradujeron en maquetas y luego en el contenido de las vitrinas de exposición, en cuatro salas y un área audiovisual.

Allí, uno a uno se van descubriendo los secretos de la joyería, al mismo tiempo que son compartidos de una forma ilustrativa e imaginativa. La historia, la belleza, la pasión y las tradiciones forman parte de la esencia del Museo del Tesoro.

Ronald Poppe, gestor cultural, quien visitó varios museos en el mundo, afirma que sin lugar a dudas éste tiene un “display o puesta en escena que resulta ser única en su género, no tiene nada que envidiar a ningún otro museo del planeta”. Agrega que ni en la sala de la “Refinería de París”, del Museo de Arte Moderno de la ciudad francesa de Pompidou, ha visto tanta creatividad.

La casa
Para tan valioso contenido hacía falta un lugar adecuado. Es así que la pareja adquirió de tres propietarios diferentes la bella casona de tres plantas de la Plaza 25 de Mayo ubicada en la esquina de las calles Aniceto Arce y Arenales, ocupando el museo únicamente el segundo y tercer piso.
La casa, de por sí, es rica por su arquitectura e historia. Estuvo con frecuencia relacionada a propietarios ligados a la actividad de la minería; por eso, los actuales dueños creen que era su destino albergar el museo sobre joyas y minería, como un homenaje a quienes la habitaron en su momento.

Entre los ilustres propietarios de esta casona están Aniceto Arce, el que fuera Presidente de la República, y Francisco Argandoña y Clotilde Urioste, los Príncipes de La Glorieta.

Su historia
La visita al museo comienza con una presentación de la historia de la casa, que fue investigada acuciosamente en el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, donde se tienen registros de la vivienda desde 1560, cuando pertenecía al arquitecto minero Toribio Alcaráz y solo era de una planta.

Según las investigaciones de Teresa Gisbert, antes todavía, la cuadra —o parte de ella— donde está ubicado el inmueble habría sido dada en concesión a los caciques de la comunidad Yampara por los colonizadores españoles. Hasta 1564 fue de propiedad del procurador de la Audiencia de Charcas, García Esquivel, y luego de mercaderes, hasta que resultó siendo adquirida por el presbítero y abogado de la Audiencia de La Plata Gregorio Ruiz de Garnica, después de 1770.

En 1789 la casa recién se eleva y alcanza sus actuales tres pisos, aunque en el segundo tenía un corredor del ancho de todo el frente que da a la plaza para alquilar sillas y dar la posibilidad a que desde allí se pueda apreciar la famosa “corrida de toros”. El dueño, por aquel entonces, era el minero Francisco Arias. En 1877, Aniceto Arce se la compró al contador fiscal Anastacio Paravicini.

Arce la remodela
El exitoso minero dueño de la mina de plata Huanchaca, quien también fuera Presidente de Bolivia, encarga la remodelación de la casa al arquitecto Camponovo, el mismo que diseñó y construyó el Castillo de La Glorieta. Un plano firmado por ese profesional, que data de 1943, muestra que la casa abarcaba hasta la Alianza Francesa, tenía cuatro patios, 12 salidas a la “calle de las cortes” (actual Aniceto Arce) y su entrada principal era por la Plaza de Armas.

Camponovo le da a la casa un aire republicano, aunque los últimos toques de la infraestructura, tal cual la conocemos, se dieron en el tiempo de los Príncipes de La Glorieta, desde 1909 hasta 1933. En ese periodo se cambian los parapetos del techo, se coloca zócalo de mármol en la fachada y en los balcones, se incluyen los escudos de nobleza, la cúpula de cristal y hierro y la marquesina de la puerta, entre otros detalles arquitectónicos neoclásicos.

2007, la reunificación
Varios herederos de Clotilde Urioste fueron dueños de la casa hasta que, en 2007, Miguel Morales y Gabriela Torricos la adquirieron a diferentes dueños para encarar la remodelación que permitiera albergar el Museo del Tesoro.

El objetivo era recuperar la apariencia original de la vivienda, que estaba muy dañada. Esto implicó restaurar muros, bovedillas, pisos, puertas y ventanas, esta última etapa con la mano de obra especializada en madera de obreros capacitados por la Escuela Taller Sucre.

La muestra más importante de su dedicado trabajo está en la puerta tallada del ingreso. Todo el esfuerzo y la inversión valieron la pena, pues la casa recuperó su belleza original de estilo neoclásico, líneas sencillas, con columnas corintias y combinando materiales como el hierro, la piedra y el vidrio.

Maquetas sorprendentes
Con la minucia que caracteriza al joyero, el museo diseñó maquetas a escala de las minas; la de Huanchaca es la más sorprendente, con los acueductos; la casona de Aniceto Arce justo encima del socavón; la boca del socavón tallada en piedra de una pieza; el interior de la mina, de donde se sacaban piedras con el 90% de pureza en plata; el tren; los personajes diminutos, a escala, representando a las 2.000 mujeres y 3.000 hombres que allí trabajaron, entre otros detalles de la que fue una ciudadela.

También está la maqueta de la mina Anahí de “La Bolivianita”, donde se muestra con detalle cómo se explota esta gema que se ha formado dentro de una cueva gigante a partir de gases minerales que quedaron atrapados y sometidos a temperaturas y presiones específicas, resultando en cristales enormes de dos tonalidades que no son otra cosa que la conjunción de citrino y amatista. Un misterio más de la creación acontecido en la tierra boliviana.

Ver para contar
Este paseo por el conocimiento del origen, arte, técnica de metales y piedras preciosas dejará una impresión diferente en cada visitante. En lo personal, me gustó desde el momento de subir las escaleras y descubrir en el cielo un vitral multicolor y la luz que penetra por la cúpula de cristal iluminando una arquitectura sorprendente. Mirar la réplica de una “Wayrachina” (instrumento de hacer ventear inventado por los indígenas, que era lo único con lo que podían fundir los españoles la plata, hasta que descubrieron cómo hacerlo con la amalgama del tóxico mercurio), es una revelación, lo mismo que la réplica en miniatura del Cerro de Porco brillando con las Wayrachinas.

Saber porqué los aretes de las cholas se llaman “caravanas”: se van armando por partes que la propietaria iba acoplando, según la importancia del evento al que asistiría.

El museo se enorgullece de tener una réplica de la que sería la joya más antigua del continente, elaborada con tubitos de oro y de piedra, descubierta en una excavación realizada por la Universidad de Virginia, Estados Unidos, y cuyo paradero actual se ignora.

El Salón de Oro me permite imaginar a mi padre dragando rocas del fondo del río de Coroico con su traje de buzo, en busca de pepitas de oro que se han formado en cuevas de los nevados y llegan a los ríos ya libres del cuarzo al que están pegadas. En el museo, las protagonistas son las mujeres que con sus platones buscan láminas de oro, siendo expertas en reconocer las señales de la naturaleza y mantener la esperanza de encontrarse una pepita.

El “tapado” en la pared, rebosante de libras esterlinas, finalmente le da forma a tantas historias reales de tesoros encontrados en las antiguas casonas de Sucre y Potosí.

Soñaré muchas veces con los colores de las gemas del mundo allí presentes, con el brillo de las geodas que aparecen rutilantes dentro de sus burbujas volcánicas, con la joya perfecta de Bolivianita, con el ramillete de cristales bicolores que deberían significar “Bolivia”.

Y me quedo con la emoción de la artista joyera Gabriela Torricos cuando me muestra una telaraña de oro, realizada con apenas 400 gramos de ese metal, o una mariposa, también de oro, con las alas tan delgadas como un cabello: “Los diseñadores damos nuestra mente para crear cualquier cosa tridimensional; solamente hay que volar, con hilos y planchas de oro...”.

Camponovo le da a la casa un aire republicano, aunque los últimos toques de la infraestructura, tal cual la conocemos, se dieron en el tiempo de los Príncipes de La Glorieta, desde 1909 hasta 1933. En ese periodo se cambian los parapetos del techo, se coloca zócalo de mármol en la fachada y en los balcones, se incluyen los escudos de nobleza, la cúpula de cristal y hierro y la marquesina de la puerta, entre otros detalles arquitectónicos neoclásicos.


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